- marzo 30, 2021
- Publicado por: Mikel Alonso
- Categoría: Neuromarketing
El pasado 17 de octubre escribí un artículo sobre la transferencia de conocimiento universidad-empresa, titulado “Neurociencia para comprender a tu cliente, cenando con marcianos”. En la línea de lo que explicaba en el mismo, y respondiendo a las peticiones que he tenido, voy a comenzar una serie de artículos breves para contribuir a llevar conocimiento de la neurociencia al mundo empresarial.
El pasado 11 de octubre, Rafael Nadal levantó su vigésima corona de Grand Slam, igualando el récord de Roger Federer y compartiendo así el título no oficioso de mejor jugador del mundo. Mientras estoy ocurría, yo chateaba con un grupo de amigos con mi móvil. Junto con la profesión de futbolista y jugador de póker profesional, haber sido tenista es una de mis pasiones frustradas, y desde hace décadas sigo la incursión de nuevos talentos en el circuito. Debatiendo sobre aquella primera victoria de Rafa en el año 2005, y las claves de su ascenso hasta la consideración actual, en comparación con otros grandes tenistas españoles campeones ocasionalmente en París, como Bruguera, Costa o Ferrero, expuse algunos de los descubrimientos de la neurociencia sobre el talento y el esfuerzo que expondré en las siguientes líneas. Uno de mis amigos, ilustrado y culto, respondió ante mi sorpresa que “él creía que el talento era innato”.
Nuestro cerebro no es una tábula rasa al nacer, sino que es una estructura compleja, que se desarrolla bajo control genético y factores epigenéticos (no genéticos, que causan que los genes se comporten de forma distinta según el entorno) y el aprendizaje dependiente de la actividad. Al nacer ya tiene una complejidad estructurada y una capacidad evolucionada mediante selección natural.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes, que supuso el premio Nobel de economía a Kahneman en 2002, es la existencia de una estructura de procesamiento rápida en la corteza cerebral vía ventral (inconsciente, pensar rápido) y otra lenta en la vía dorsal (consciente, pensar despacio). Varios estudios neurocientíficos revelan el aprendizaje como un puente entre las dos vías. Podemos aprender por ejemplo a tocar las notas musicales con la guitarra (aprendizaje declarativo o consciente), pero para tocarla con fluidez precisamos hacerlo “sin pensar”, (aprendizaje no declarativo o insconsciente). Pero… ¿y para llegar a ser Mark Knopfler? ¿el genio nace o se hace?
Una idea muy arraigada a nivel social es que la genética condiciona el umbral de habilidad que se puede llegar a alcanzar, tal y como sugería mi amigo sobre la gran capacidad de Rafa Nadal. Esta intuición tan ligada al sentido común fue propuesta por Sir Francis Galton: el techo del logro es genético. La realidad es que esta hipótesis ha sido ampliamente refutada por la ciencia: nos estacamos lejos del máximo rendimiento en cualquier actividad en una zona de confort, en un punto en el que nos beneficiamos de lo aprendido, pero no generamos más conocimiento: el umbral OK. Salir de ella supondría dedicar un esfuerzo importante para una mejora que no consideramos significativa.
Suponer talento en alguien (por ejemplo, un padre por sus hijos) es una manera de conseguir que lo tenga. La profecía supone una cascada de esfuerzos para lo más difícil: la práctica. Estudios realizados con genios precoces, por ejemplo, de Chase y Simon con ajedrecistas, demuestran que todos habían completado previamente un mínimo de 10000 horas de entrenamiento. Normal que Sergio García sea tan gran jugador de golf, habiéndose criado como hijo del Caddy Master de un campo en Borriol.
La práctica y pasión por una actividad consigue que se establezcan patrones de aprendizaje, muy unidos a la complejidad estructurada innata del cerebro. El ajedrecista, ve todo ajedrez. El músico, música. Y para Jesulín de Ubrique, todo es “como el toro”.
¿Y qué ocurre con los adultos? ¿aún estamos a tiempo?…
Conceptos como la reutilización de circuitos cerebrales, la neuroplasticidad, la creación de nuevas neuronas (neurogénesis) y otros descubrimientos acerca del desarrollo de zonas cerebrales relacionadas con el aprendizaje de nuevas actividades en la etapa adulta, son ya reconocidos por la comunidad científica.
Aprendemos en la edad adulta a ver de forma distinta, por ejemplo, un médico una radiografía o un profesional de marketing que no ve anuncios en la televisión, sino mensaje, creatividad, segmento o posicionamiento. En este proceso resulta fundamental romper el umbral ok y llegar a obtener cotas mucho más altas de logro, invirtiendo tiempo (eso del que tanto carecemos en la edad adulta, y del que sí que disponemos en la infancia para aprender tareas mucho más complicadas como andar o correr) y esfuerzo en el mismo.
Curiosamente, estudios científicos ligan la capacidad de esfuerzo y el temperamento más a la genética que la de alcanzar grandes rendimientos en las tareas. La garra es más genética que el genio.
Para romper ese umbral ok que nos autolimita se precisa dedicación (más tiempo), temperamento y voluntad para romperlo, y procedimientos, como nuevas técnicas.
¿Cómo se podría aplicar esto en la empresa? El campo es enorme, pero una pregunta surge sin dudarlo. Dado que dedicamos aproximadamente 1800 horas al año a trabajar, en 5 años y medio cualquier empleado alcanzaría las 10000 horas precisas para convertirse en gran experto. Mediante la correcta motivación y formación en técnicas y procedimientos, tanto específicos del puesto como transversales (liderazgo, gestión del estrés…) un equipo de trabajo podría alcanzar unas grandes cotas personales y profesionales. Dado que la perseverancia y el esfuerzo físico es más difícilmente modificable que el talento, la clave no está en dedicar más horas, sino en ayudar a nuestros equipos a superar el umbral ok mediante una formación que incida en el trabajo personal.
El genio, según la neurociencia, se hace.